¿A quién diablos no le abruma la ciudad?,¿Quién no siente vacío ante la inmensidad de Bogotá? Y con inmensidad no me refiero a lo grande o vasta que puede llegar ser una gran ciudad, sino a la lejano, distante y parco que puede llegar a sentirse residir en este chuzo (o ciudad). Todavía más abrumador es lidiar con sus habitantes: conductores enfurecidos, estudiantes cansados, tinterillos malolientes, vendedores inmamables, ejecutivos insensibles, arribistas que quieren ser gomelos, gomelos que quieren ser traquetos y traquetos que quieren ser ñeros ¡¿Quién entiende este chuzo?! Tal vez y quizás es por esto, y por otras razones, que cuando leí por primera vez Opio en las Nubes botado en mi cama en el inicio de la pandemia, sentí que la novela tenía muchos de estos adjetivos. La verdad es que llegué a ella por casualidad: me la recomendó una amiga de mi hermana y mucho tiempo después la vi en un estante de una casa ajena, por lo que no dudé en pedirla prestada – aunque al hablar de libros prestar y regalar es lo mismo, porque seamos honestos, nadie devuelve un libro-. Opio en las Nubes no es una historia con un rumbo fijo, hay varios personajes, varios lugares, varias historias y varias estrategias narrativas. Estrategias que van desde un gato que habla y que cuenta la historia de su ama, pasando por la descripción de grandes trabas y borracheras, y culminando por capítulos enteros sin una sola coma.